RECALCATI, M. (2016). La hora de clase. Por una erótica de la enseñanza. Barcelona. Editorial Anagrama.
Recalcati anuncia en la introducción la tesis principal de
su libro: a pesar de la situación lamentable de la escuela, lo que perdurará de
ella será siempre el papel insustituible del docente. Por eso una hora de clase
no es algo baladí, dice, sino que puede convertirse en un momento “erótico” de
comunión con el saber.
Comienza analizando la crisis de la educación a través de los
“complejos”, no en vano Recalcati es un reputado psicoanalista. Primero fue la
Escuela-Edipo, que generaba obediencia sin crítica por un lado, y rebeldía y
conflicto vertical por otro. La escuela
Edipo dejaría paso, a partir del 68, a la escuela Narciso, perdida en la
importancia del propio yo, horizontal y donde la diferenciación de roles era
cada vez más difusa. La diferencia generacional padres-hijos se rompió y ambos se
soldaron, unidos contra la figura del
docente. Un falso igualitarismo que desde entonces abole la responsabilidad de
los adultos en la educación de los hijos. La última etapa correspondería con la
escuela Telémaco. Éste, a diferencia de Edipo, no ve a su padre como un enemigo
sino como un referente. No se conforma con su ausencia, sino que inicia su
búsqueda, siendo ese espíritu de búsqueda un rasgo identitario clave de la
escuela Telémaco.
Recalcati aboga por recuperar el valor de la palabra. Ésta
ha perdido peso y hoy se puede hablar de todo sin reconocer que lo que se dice
debe tener consecuencias, que la palabra nunca puede ser sólo una palabra.
También muestra su preocupación por lo que llama la ley
absurda y perversa del “¿Y por qué no?”, una mezcla de goce autista y
afirmación de que cualquier cosa es posible, en la que la idea de límite no se
contempla. De ahí la importancia de la escuela obligatoria, que impone el
alejamiento de la familia y el encuentro con otros mundos, con otros lenguajes.
Recalcati nos remite a Sócrates si queremos transitar la
senda de las soluciones. El saber no sería un objeto contenido en un
recipiente, sino el resultado de recorrer un camino que cada alumno ha de
transitar por su cuenta, como Telémaco. Además, ese camino se construye a medida que se avanza
por él. No se llena el vacío de conocimientos, sino que ese vacío se abre para
poder llenarlo de algo propio. El aprendizaje supone, por tanto, una cuota de
olvido.
La hora de clase, de efectos impredecibles, debe llevar a
impulsar el deseo de búsqueda. Y esa búsqueda lleva siempre impreso el sello de
la soledad en el docente: indicas el camino para que sea el alumno quien lo
transite. Así que “más que la
transmisión de información, como cree la actual filosofía eficientista de las
competencias, la enseñanza debe preservar lo que no se puede transmitir” (p.121)
Presenta una visión demoledora de algunos modelos escolares
actuales:
“No hay que pedir a los jóvenes que piensen, sino que lo
fundamental es interactuar con ellos, entretenerlos, distraerlos, enfatizar el
valor de relacionarse en cuanto tal. De esa manera la Escuela abandona su
función y se desliza hacia algo nuevo, que la reduce a una suerte de parque
infantil en el que se está exento de toda relación comprometida con el saber”
(p. 134)
Critica algunos otros temas que perjudican el trabajo de la
Escuela: el hiperhedonismo; la disyuntiva- falsa- entre instrucción y
educación; el afán cuantitativo por el rendimiento; el peligro de convertir a
los docentes en psicólogos o psicoterapeutas, etc.
José Ignacio
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