viernes, 19 de abril de 2019

Creer en la educación

VICTORIA CAMPS
Creer en la educación



Resulta descorazonador comprobar cómo un libro de mayo de 2008 plantea los mismos temas de los que hablamos recurrentemente 11 años después. Temas que siguen sin resolver y, mucho nos tememos, seguirán así probablemente durante muchos años más- si es que alguna vez consiguen ser solventados de manera satisfactoria.
Estamos a las puertas de unas elecciones generales, y poco o nada se debate seriamente sobre el estado de la educación. Pero lo que podemos adivinar es que nos enfrentaremos, tras las elecciones, a la enésima reforma educativa que el gobierno entrante impondrá, tras escenificar el consabido simulacro de intento de consenso fallido.
Por eso, y antes de caer en la más absoluta desesperanza, conviene revisitar alguna literatura pedagógica relevante, para no caer en la tentación de la originalidad, porque en realidad, lo esencial está ya dicho y pensado.
Victoria Camps, en su libro Creer en la educación, (2008) nos avisaba de que el auténtico problema estriba en la pérdida de la fe en la educación. Y nos instruye sobre temas que se repiten una y otra vez: el valor del esfuerzo, la gestión de las emociones, los buenos modales y el respeto, la libertad, la finalidad de la educación, etc.
Uno de los problemas fundamentales es que al intentar huir del autoritarismo, la libertad, la independencia y la autonomía han derivado en la “no educación” (p. 32)
Nos avisa que existe un claro menosprecio por los buenos modales y la cortesía. Pero los buenos modales fomentan el autocontrol de la persona, que a su vez significa que será capaz de reprimir la espontaneidad cuando ésta puede incomodar a ofender. Reprimir la espontaneidad puede ser una gran muestra de inteligencia.
Coincide Victoria Camps con Rafael Sánchez Ferlosio en afirmar que la educación tiene un carácter esencialmente gregario, que es el grupo el que educa, el que arrastra con una fuerza imparable. La educación consiste, entonces, en arreglar lo que desarregla el afán identitario de pertenencia. Es decir, hay que ir necesariamente contracorriente.
¿Pero cómo se puede ir contracorriente? Teniendo claro que la formación del carácter de nuestros alumnos corresponde no a la televisión y a las redes sociales sino a los padres y a la escuela. La educación ha de ser compartida, pero diferenciada.
Recuerda también a Erich Fromm al hablar de los deseos siempre insatisfechos de la juventud: lo que desea la mayoría es lo que puede “tener” y no lo que puede “ser”.
Camps afirma que uno de los objetivos de la educación debería ser enseñar a combatir el aburrimiento, es decir, “enseñar a llenar el tiempo con cosas que uno mismo sea capaz de aportar sin necesitar siempre de la ayuda material y personal de otro”. (p. 93)
Crítica cómo se entiende el concepto de “motivar” actualmente: “facilitar el trabajo, reducirlo, condescender a la falta de estímulo y sucumbir a la mediocridad”. (p. 100) Hay que esforzarse por adquirir conocimientos, porque éstos tienen valor en sí mismos, independientemente de aprendizajes cuantificables.
Coincide Victoria Camps con Javier Elzo en que hoy día faltan “valores instrumentales”, sin los cuales es imposible conseguir “valores finales”. La juventud está de acuerdo con valores finalistas como el pacifismo o la ecología, pero carecen de valores instrumentales, como el esfuerzo, la responsabilidad, el compromiso, la participación, el trabajo bien hecho, etcétera, sin los cuales es imposible alcanzar esos valores terminales. Los valores instrumentales coincidirían con lo que Aristóteles y otros filósofos llamaron “virtudes”.
La educación ha de ser cuestión de Estado y no de partidos políticos: cuando cada gobierno se esfuerza en hacer su propia Ley de Educación, lo único que consigue es desanimar a los auténticos educadores, que son los docentes.
Por otro lado, quizá no sea necesaria tanta innovación ni revolución educativa puesto que la educación también debe conservar los valores y las costumbres que no querríamos que desaparecieran, como dice Camps, citando a Hannah Arendt. (p. 121)
La realidad actual obliga a enseñar de manera diferente a como se enseñaba antes, y es posible que las reglas y las normas deban transformarse. Pero Camps advierte que no pueden desaparecer todos los límites porque sin límites, la libertad es desconcierto.
Curiosamente, Victoria Camps anticipó con clarividencia uno de los problemas con los que tenemos que luchar los docentes en la actualidad, y es que nuestros alumnos han sustituido el verbo “estudiar” por el de “buscar información” (p. 138).
Cree que uno de los valores más ignorados es el del “respeto”, un concepto que va más allá de la mera tolerancia, y que probablemente sigue siendo ignorado en la actualidad.
Crítica Camps una teoría de la educación igualitaria que permite una enseñanza más diversificada sólo cuando el estudiante ya ha fracasado estrepitosamente en la educación secundaria. Plantea que quizá fuera más provechosa una educación profesional más temprana.
No ve claro Camps el culto desmedido a la inteligencia emocional que comenzó hace unos años. Llevado a su extremos, el culto a la emoción dirige hacia el individualismo y la veneración del yo. Sin embargo, uno de los objetivos de la educación ha de ser aprender a controlar las emociones.
Crítica también la obsesión enfermiza por una igualdad mal entendida que muchas veces se convierte en igualdad a la baja, en igualdad de la mediocridad. La diferencia no tiene por qué ser discriminatoria.
A modo de conclusión, bien puede servir esta breve frase, parca en palabras pero llena de significado: “Dar buen ejemplo y dedicar tiempo a la educación son las dos únicas recetas a mi parecer imprescindibles para afrontar una educación responsable” (p. 192)
José Ignacio

Camps, Victoria, (2011), Creer en la educación, Grup 62, Barcelona.


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