Creer en la educación
Resulta descorazonador
comprobar cómo un libro de mayo de 2008 plantea los mismos temas de
los que hablamos recurrentemente 11 años después. Temas que siguen
sin resolver y, mucho nos tememos, seguirán así probablemente
durante muchos años más- si es que alguna vez consiguen ser
solventados de manera satisfactoria.
Estamos a las puertas de
unas elecciones generales, y poco o nada se debate seriamente sobre
el estado de la educación. Pero lo que podemos adivinar es que nos
enfrentaremos, tras las elecciones, a la enésima reforma educativa
que el gobierno entrante impondrá, tras escenificar el consabido
simulacro de intento de consenso fallido.
Por eso, y antes de caer
en la más absoluta desesperanza, conviene revisitar alguna literatura
pedagógica relevante, para no caer en la tentación de la
originalidad, porque en realidad, lo esencial está ya dicho y
pensado.
Victoria Camps, en su
libro Creer en la educación, (2008) nos avisaba de que el auténtico
problema estriba en la pérdida de la fe en la educación. Y nos
instruye sobre temas que se repiten una y otra vez: el valor del
esfuerzo, la gestión de las emociones, los buenos modales y el
respeto, la libertad, la finalidad de la educación, etc.
Uno de los problemas
fundamentales es que al intentar huir del autoritarismo, la libertad,
la independencia y la autonomía han derivado en la “no educación”
(p. 32)
Nos avisa que existe un
claro menosprecio por los buenos modales y la cortesía. Pero los
buenos modales fomentan el autocontrol de la persona, que a su vez
significa que será capaz de reprimir la espontaneidad cuando ésta
puede incomodar a ofender. Reprimir la espontaneidad puede ser una
gran muestra de inteligencia.
Coincide Victoria Camps
con Rafael Sánchez Ferlosio en afirmar que la educación tiene un
carácter esencialmente gregario, que es el grupo el que educa, el
que arrastra con una fuerza imparable. La educación consiste,
entonces, en arreglar lo que desarregla el afán identitario de
pertenencia. Es decir, hay que ir necesariamente contracorriente.
¿Pero cómo se puede ir
contracorriente? Teniendo claro que la formación del carácter de
nuestros alumnos corresponde no a la televisión y a las redes
sociales sino a los padres y a la escuela. La educación ha de ser
compartida, pero diferenciada.
Recuerda también a Erich
Fromm al hablar de los deseos siempre insatisfechos de la juventud:
lo que desea la mayoría es lo que puede “tener” y no lo que
puede “ser”.
Camps afirma que uno de
los objetivos de la educación debería ser enseñar a combatir el
aburrimiento, es decir, “enseñar a llenar el tiempo con cosas
que uno mismo sea capaz de aportar sin necesitar siempre de la ayuda
material y personal de otro”. (p. 93)
Crítica cómo se
entiende el concepto de “motivar” actualmente: “facilitar el
trabajo, reducirlo, condescender a la falta de estímulo y sucumbir
a la mediocridad”. (p. 100) Hay que esforzarse por adquirir
conocimientos, porque éstos tienen valor en sí mismos,
independientemente de aprendizajes cuantificables.
Coincide Victoria Camps
con Javier Elzo en que hoy día faltan “valores instrumentales”,
sin los cuales es imposible conseguir “valores finales”. La
juventud está de acuerdo con valores finalistas como el pacifismo o
la ecología, pero carecen de valores instrumentales, como el
esfuerzo, la responsabilidad, el compromiso, la participación, el
trabajo bien hecho, etcétera, sin los cuales es imposible alcanzar
esos valores terminales. Los valores instrumentales coincidirían con
lo que Aristóteles y otros filósofos llamaron “virtudes”.
La educación ha de ser
cuestión de Estado y no de partidos políticos: cuando cada gobierno
se esfuerza en hacer su propia Ley de Educación, lo único que
consigue es desanimar a los auténticos educadores, que son los
docentes.
Por otro lado, quizá no
sea necesaria tanta innovación ni revolución educativa puesto que
la educación también debe conservar los valores y las costumbres
que no querríamos que desaparecieran, como dice Camps, citando a
Hannah Arendt. (p. 121)
La realidad actual obliga
a enseñar de manera diferente a como se enseñaba antes, y es
posible que las reglas y las normas deban transformarse. Pero Camps
advierte que no pueden desaparecer todos los límites porque sin
límites, la libertad es desconcierto.
Curiosamente, Victoria
Camps anticipó con clarividencia uno de los problemas con los que
tenemos que luchar los docentes en la actualidad, y es que nuestros
alumnos han sustituido el verbo “estudiar” por el de “buscar
información” (p. 138).
Cree que uno de los
valores más ignorados es el del “respeto”, un concepto que va
más allá de la mera tolerancia, y que probablemente sigue siendo
ignorado en la actualidad.
Crítica Camps una teoría
de la educación igualitaria que permite una enseñanza más
diversificada sólo cuando el estudiante ya ha fracasado
estrepitosamente en la educación secundaria. Plantea que quizá
fuera más provechosa una educación profesional más temprana.
No ve claro Camps el
culto desmedido a la inteligencia emocional que comenzó hace unos
años. Llevado a su extremos, el culto a la emoción dirige hacia el
individualismo y la veneración del yo. Sin embargo, uno de los
objetivos de la educación ha de ser aprender a controlar las
emociones.
Crítica también la
obsesión enfermiza por una igualdad mal entendida que muchas veces
se convierte en igualdad a la baja, en igualdad de la mediocridad. La
diferencia no tiene por qué ser discriminatoria.
A modo de conclusión,
bien puede servir esta breve frase, parca en palabras pero llena de
significado: “Dar buen ejemplo y dedicar tiempo a la educación son
las dos únicas recetas a mi parecer imprescindibles para afrontar
una educación responsable” (p. 192)
José Ignacio
Camps, Victoria, (2011), Creer en la educación, Grup 62, Barcelona.